lunes, 28 de diciembre de 2009

Recuerdos.

Al abrigo de esta callejuela, la mañana mordisquea con sus labios secos mis orejas. Me susurra el obituario que descansa debajo de mí. Me cuenta relatos sin rostros, historias con nombres insinuados sobre manos cenizas, sobre labios que bautizaron un momento y ojos polares que fulminaron un instante.

Un espasmo revive el vicio de mis manos, devuelve el ardor a la piel cauterizada por tus dedos, concede un vistazo a la vida imposible sin tu presencia.

El presente corteja los "hubiera". Beso el suspiro engendrado por el instante. Y una vez que el frio sepulta de nuevo los detalles, palpo mis labios con la lengua.

No hay rastro alguno de melancolía.

Aline S. Ruiz.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Café tostado a las dos de la mañana.

Los jueves por la noche puede escucharse, a través del ruido que moja las calles, el lamento suave del jazz que se escapa de la puerta semi-clandestina de un viejo café. El bajo, el piano y las percusiones dan la bienvenida, pero es el saxofonista lo que desde hace años mantiene lleno cada jueves ese pequeño lugar.

La función semanal llega a su fin, la banda se prepara para interpretar la última canción para cerrar la noche. El saxofonista bebe un sorbo de vino para la garganta y lanza un suspiro. De la exhalación, abriéndose camino a través del humo de los cigarrillos con su propia estela, se forma una mujer dorada. Enmarcando su rostro de ninfa, el cabello negro llega hasta media espalda, una pulsera se contonea en su muñeca derecha, sandalias rojas enfatizan la terrible curva de sus piernas. Se apagan los murmullos. Ella se dirige a la puerta y antes de salir lanza al saxofonista una sutil sonrisa desde sus labios rojos.

Volviendo en si, el saxofonista sale tras ella. El eco de sus pasos entre los callejones mojados son su única compañía en la búsqueda vana hasta que, al llegar el alba, el cansancio lo lleva por inercia hacia el miserable cuarto que le sirve de casa.

Pasa los siguientes seis días volviéndose loco. Cada vez que trata de interpretar una melodía, por sencilla que sea, los alaridos del saxofón perturban a todo ser vivo que se encuentra cerca. La primera vez lo atribuye al cansancio de la madrugada, toma aire y al tocar de nuevo, el efecto es el mismo. No encuentra la razón, sus dedos son los mismos, largos, quizá un poco mas flacos por la angustia. Sus pulmones, la mano de midas que convertía hasta la canción mas simple en una explosión armoniosa, están en perfecto estado. Ciertamente su aliento se encuentra mas alcoholizado de lo normal, pero eso no debería afectar de tal modo su interpretación.

El jueves llega de nuevo y a la hora de siempre el saxofonista cruza la puerta del café. Por costumbre, por absurda esperanza. Llega la hora de la función y los músicos comienzan a tocar, todos recuerdan sin duda lo sucedido la semana anterior y eso atrae a más espectadores morbosos a las mesas despostilladas. Se acerca el momento de tocar, de revelar la maldición secreta que carga en su instrumento, el saxofonista hace el mayor tiempo posible para dar lugar a un milagro que no llega.

Se moja los labios, inhala profundamente y antes de cerrar los ojos la ve. Atravesando la puerta, la figura dorada empapada desde el cabello negro hasta las sandalias rojas. Se detiene a la mitad del local apoderándose del instante, las gotas de lluvia se arrullan en su pecho al ritmo de su respiración. Lo mira y dando vuelta en seguida, sale. No la dejaría ir de nuevo, el saxofonista baja del escenario y la sigue a través de las sombras hasta alcanzarla en un callejón oscuro cercano.

Haciendo a un lado su brazo con una caricia, el saxofonista desliza su mano por la breve cintura, la atrae hacia si haciéndola nadar en el aire, le da la vuelta y la estrecha en sus brazos. Percibe en la cercanía que el aroma de su cabello era el correcto, se contempla en el reflejo de sus ojos negros y la besa.

Al contacto con sus labios el rojo y el dorado se vaporizan hasta convertirse en una niebla vinosa que lo envuelve en un remolino embriagador de maderas. Lo levanta, entra seductora por sus manos y rezuma delirante por cada poro. Al final, lo deja en el suelo para, en una inhalación, entrar por su boca y su nariz instalándose en los rincones, en los extremos, en los puntos abandonados de su esencia.

Se quedó solo.

La noche siguiente a la misma hora, el saxofonista se planta en el escenario, sin banda y comienza a tocar. El camposanto de sus labios libera a la mujer perdida, los dedos largos la acarician a través del saxofón. El concierto grabado en las partituras de su mente, despide en la atmosfera un aroma vinoso, fúnebre, embriagante.


Aline S. Ruiz

viernes, 5 de junio de 2009

Para inaugurar.

Para inaugurar este blog, un cuento de la coleccion de Isabel Allende.
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Lo más olvidado del olvido

Ella se dejó acariciar, silenciosa, gotas de sudor en la cintura, olor a azúcar tostada en su cuerpo quieto, como si adivinara que un solo sonido podía hurgar en los recuerdos y echarlo todo a perder, haciendo polvo ese instante en que él era una persona como todas, un amante casual que conoció en la mañana, otro hombre sin historia atraído por su pelo de espiga, su piel pecosa o la sonajera profunda de sus brazaletes de gitana, otro que la abordó en la calle y echó a andar con ella sin rumbo preciso,comentando del tiempo o del tráfico y observando a la multitud, con esa confianza un poco forzada de los compatriotas en tierra extraña; un hombre sin tristezas, ni rencores, ni culpas, limpio como el hielo, que deseaba sencillamente pasar el día con ella vagando por librerías y parques, tomando café, celebrando el azar de haberse conocido, hablando de nostalgias antiguas, de cómo era la vida cuando ambos crecían en la misma ciudad, en el mismo barrio, cuando tenía catorce años, te acuerdas, los inviernos de zapatos mojados por la escarcha y de estufas de parafina, los veranos de duraznos, allá en el país prohibido. Tal vez se sentía un poco sola o le pareció que era una oportunidad de hacer el amor sin preguntas y por eso, al final de la tarde, cuando ya no había más pretextos para seguir caminando, ella lo tomó de la mano y lo condujo a su casa. Compartía con otros exiliados un apartamento sórdido, en un edificio amarillo al final de un callejón lleno de tarros de basura. Su cuarto era estrecho, un colchón en el suelo cubierto con una manta a rayas, unas repisas hechas con tablones apoyados en dos hileras de ladrillos, libros, afiches, ropa sobre una silla, una maleta en un rincón. Allí ella se quitó la ropa sin preámbulos con actitud de niña complaciente.

Él trató de amarla. La recorrió con paciencia, resbalando por sus colinas y hondonadas, abordando sin prisa sus rutas, amasándola, suave arcilla sobre las sábanas, hasta que ella se entregó, abierta. Entonces él retrocedió con muda reserva. Ella se volvió para buscarlo, ovillada sobre el vientre del hombre, escondiendo la cara, como empeñada en el pudor, mientras lo palpaba, lo lamía, lo fustigaba. Él quiso abandonarse con los ojos cerrados y la dejó hacer por un rato, hasta que lo derrotó la tristeza o la vergüenza y tuvo que apartarla. Encendieron otro cigarrillo, ya no había complicidad, se había perdido la anticipada urgencia que los unió durante ese día, y sólo quedaban sobre la cama dos criaturas desvalidas, con la memoria ausente, flotando en el vacío terrible de tantas palabras calladas. Al conocerse esa mañana no ambicionaron nada extraordinario, no habían pretendido mucho, sólo algo de compañía y un poco de placer, nada más, pero a la hora del encuentro los venció el desconsuelo. Estamos cansados, sonrió ella, pidiendo disculpas por esa pesadumbre instalada entre los dos.
En un último empeño de ganar tiempo, él tomó la cara de la mujer entre sus manos y le besó los párpados. Se tendieron lado a lado, tomados de la mano, y hablaron de sus vidas en ese país donde se encontraban por casualidad, un lugar verde y generoso donde sin embargo siempre serían forasteros. Él pensó en vestirse y decirle adiós, antes de que la tarántula de sus pesadillas les envenenara el aire, pero la vio joven y vulnerable y quiso ser su amigo. Amigo, pensó, no amante, amigo para compartir algunos ratos de sosiego, sin exigencias ni compromisos, amigo para no estar solo y para combatir el miedo. No se decidió a partir ni a soltarle la mano. Un sentímiento cálido y blando, una tremenda compasión por sí mismo y por ella le hizo arder los ojos.
Se infló la cortina como una vela y ella se levantó a cerrar la ventana, imaginando que la oscuridad podía ayudarlos a recuperar las ganas de estar juntos y el deseo de abrazarse. Pero no fue así, él necesitaba ese retazo de luz de la calle, porque si no se sentía atrapado de nuevo en el abismo de los noventa centímetros sin tiempo de la celda, fermentando en sus propios excrementos, demente. Deja abierta la cortina, quiero mirarte, le mintió, porque no se atrevió a confiarle su terror de la noche, cuando lo agobiaban de nuevo la sed, la venda apretada en la cabeza como una corona de clavos, las visiones de cavernas y el asalto de tantos fantasmas. No podía hablarle de eso, porque una cosa lleva a la otra y se acaba diciendo lo que nunca se ha dicho.

Ella volvió a la cama, lo acarició sin entusiasmo, le pasó los dedos por las pequeñas marcas, explorándolas. No te preocupes, no es nada contagioso, son sólo cicatrices, rió él casi en un sollozo. La muchacha percibió su tono angustiado y se detuvo, el gesto suspendido, alerta. En ese momento él debió decirle que ése no era el comienzo de un nuevo amor, ni siquiera de una pasión fugaz, era sólo un instante de tregua, un breve minuto de inocencia, y que dentro de poco, cuando ella se durmiera, él se iría; debió decirle que no habría planes para ellos, ni llamadas furtivas, no vagarían juntos otra vez de la mano por las calles, ni compartirían juegos de amantes, pero no pudo hablar, la voz se le quedó agarrada en el vientre, como una zarpa. Supo que se hundía. Trató de retener la realidad que se le escabullía, anclar su espíritu en cualquier cosa, en la ropa desordenada sobre la silla, en los libros apilados en el suelo, en el afiche de Chile en la pared, en la frescura de esa noche caribeña, en el ruido sordo de la calle; intentó concentrarse en ese cuerpo ofrecido y pensar sólo en el cabello desbordado de la joven, en su olor dulce. Le suplicó sin voz que por favor lo ayudara a salvar esos segundos, mientras ella lo observaba desde el rincón más lejano de la cama, sentada como un faquir, sus claros pezones y el ojo de su ombligo mirándolo también, registrando su temblor, el chocar de sus dientes, el gemido. El hombre oyó crecer el silencio en su interior, supo que se le quebraba el alma, como tantas veces le ocurriera antes, y dejó de luchar, soltando el último asidero al presente, echándose a rodar por un despeñadero inacabable. Sintió las correas incrustadas en los tobillos y en las muñecas, la descarga brutal, los tendones rotos, las voces insultando, exigiendo nombres, los gritos inolvidables de Ana supliciada a su lado y de los otros, colgados de los brazos en el patio.

¡Qué pasa, por Dios, qué te pasa!, le llegó de lejos la voz de Ana. No, Ana quedó atascada en las ciénagas del Sur. Creyó percibir a una desconocida desnuda, que lo sacudía y lo nombraba, pero no logró desprenderse de las sombras donde se agitaban látigos y banderas. Encogido, intentó controlar las náuseas. Comenzó a llorar por Ana y por los demás. ¿Qué te pasa?, otra vez la muchacha llamándolo desde alguna parte.

¡Nada, abrázame ... ! rogó y ella se acercó tímida y lo envolvió en sus brazos, lo arrulló como a un niño, lo besó en la frente, le dijo llora, llora, lo tendió de espaldas sobre la cama y se acostó crucificada sobre él.

Permanecieron mil años así abrazados, hasta que lentamente se alejaron las alucinaciones y él regresó a la habitación, para descubrirse vivo a pesar de todo, respirando, latiendo, con el peso de ella sobre su cuerpo, la cabeza de ella descansando en su pecho, los brazos y las piernas de ella sobre los suyos, dos huérfanos aterrados. Y en ese instante, como si lo supiera todo, ella le dijo que el miedo es más fuerte que el deseo, el amor, el odio, la culpa, la rabia, más fuerte que la lealtad. El miedo es algo total, concluyó, con las lágrimas rodándole por el cuello.

Todo se detuvo para el hombre, tocado en la herida más oculta. Presintió que ella no era sólo una muchacha dispuesta a hacer el amor por conmiseración, que ella conocía aquello que se encontraba agazapado más allá del silencio, de la completa soledad, más allá de la caja sellada donde él se había escondido del Coronel y de su propia traición, más allá del recuerdo de Ana Díaz y de los otros compañeros delatados, a quienes fueron trayendo uno a uno con los ojos vendados. ¿Cómo puede saber ella todo eso? La mujer se incorporó. Su brazo delgado se recortó contra la bruma clara de la ventana, buscando a tientas el interruptor. Encendió la luz y se quitó uno a uno los brazaletes de metal, que cayeron sin ruido sobre la cama. El cabello le cubría a medias la cara cuando le tendió las manos. También a ella blancas cicatrices le cruzaban las muñecas. Durante un interminable momento él las observó inmóvil hasta comprenderlo todo, amor, y verla atada con las correas sobre la parrilla eléctrica, y entonces pudieron abrazarse y llorar, hambrientos de pactos y de confidencias, de palabras prohibidas, de promesas de mañana, compartiendo, por fin, el más recóndito secreto.
Isabel Allende
Cuentos de Eva Luna

miércoles, 3 de junio de 2009

Esto no sabe a cuento...



Cuando escuchas la palabra "Cuento" en seguida se te viene a la mente "Caperucita Roja" y otros titulos infantiles, bueno, al menos eso me sucedía. Pero cuando te internas en las paginas de escritores de la red encuentras temas tan diversos en los cuentos que nada tienen que ver con asuntos infantiles. Hace algunos años que quede atrapada en ese género, como lectora solamente y este blog es para compartir la nueva experiencia en la que me encuentro, aprendiendo a escribir cuentos. Por eso es seguro que no todo lo que publique aqui cumplira con el Decálogo del cuento, pero sin duda cuando termines de leerlo, pensaras: "Esto me sabe a cuento..."

Aline